LA ZORRA Y EL QUESO
Pues resulta que la zorra, después de corretear todo el día
para acá
y para allá, no había encontrado nada que echarse a la boca
y tenía
más hambre que el perro de un volatinero. Cuando se hizo de
noche, se acercó a un pozo a beber y vio abajo la luna
reflejada,
que parecía un queso de redonda y blanca que era.
—¿Cómo podría yo arreglármelas para bajar y coger ese queso?
Se metió en un caldero que había allí mismo, en el brocal, y
sin
encomendarse a nadie se agarró de la maroma que había en la
polea y se tiró; pero al bajar un cubo, subió el otro lleno
de agua, y
ella se quedó en el fondo sin poder salir.
—Pues vaya negocio que he hecho... Compuesta y sin queso.
Al rato, cuando ya casi había desesperado de que pasase
nadie por
allí, se asomó el oso.
—¿Qué haces ahí abajo, amiga zorra?
—Pues ya lo ves, que me estaba comiendo este queso y no
puedo
más de lo harta que estoy.
—Oye, pues déjame bajar, que a mí lo que me sobra es el
hambre.
—Ahí tienes el caldero; métete dentro y ven acá, que te dejo
lo que
queda.
En cuanto se metió el oso en el cubo subió la zorra a
escape.
—Anda, bobalicón, para ti todo el queso, y que te hartes.
Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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